miércoles, 17 de diciembre de 2014

Una réplica de mi madre

Debo hacerles una confesión. Cada día que pasa me descubro más parecida a mi madre. Y no estoy haciendo referencia a mis arrugas, o a cualquier otro rastro de mi crecimiento paulatino. Hablo más bien de modos, manejos, visiones de las cosas. En esta copia transpolada de mi madre hay mucho de bueno y positivo, pero no es justamente aquello, más vale, lo que me asusta, sino lo otro.
De repente me descubro machacando la cabeza de mi hija con las mismas cosas odiosas que solía padecer en mi juventud. Lo reconozco en el acto, pero aún así, no puedo desprenderme de esa huella materna que aflora de mi inconsciente. Termino martillando sobre las mismas desesperantes trivialidades al igual que mi madre, y nada que poder hacer al respecto.
Algunos ejemplos de esta maldición hereditaria.
Recuerdo patente esta escena. Subirnos las dos al ascensor, madre e hija, tras una discusión visceral. Yo con la cara desfigurada de llanto e ira contenida. Que de pronto suba algún extraño compañero de viaje, y sentir inmediatamente el pellizco de mi madre para que cambie la expresión ante el casual testigo. Cómo odiaba la hipocresía de ese acto. Yo quería llevar mi malhumor al mundo, y ella me pinchaba para que lo anule debajo de una sonrisa falsa. Bueno, ahora hago lo mismo. La otra vez me encontré pateando a mi hija por debajo de la mesa entre amigos, para que disimule su imperante malhumor delante de ellos.
Me acuerdo su puntería para marcarme las cosas más desafortunadas en el peor momento imaginable, cuando ya nada podía hacerse, cuando ya no había marcha atrás. Entrar a un evento y que me diga en tono de alarma: No te depilaste los bigotes. ¡Qué desesperante! Sentir de la nada que soy un bigote con patas, y no poder hacer nada para solucionarlo, ¡más que mantener un metro de distancia entre mis interlocutores! Pobre mi madre, si me leyera se ofendería. Porque doy fe que no lo hacía de mala. Yo creo que hacía esos ingratos descubrimientos en esos momentos inoportunos y no tenía la cabeza para controlar su lengua. En realidad la defiendo porque ahora me pasa a mí. El otro día tuvimos un casamiento familiar. No fue sino entrando a la iglesia que le digo a mi hija: ¿Por qué te hiciste esos rulos? De más está decir que la pregunta iba con juicio de valor añadido. Una perfecta villana, lo sé. Se pasó la noche evitando fotógrafos y tratando de desarmar su peinado, lo que terminó en un frizz menos sentador aún.
Compararme con la hija de la amiga. Otra pésima maniobra que ha migrado en el tiempo. ¡Si me habrá pasado! Si habré escuchado elogios de la siempre sonriente Fulanita o la bien dispuesta de Menganita. Esos nombres que uno crece odiando sólo de escuchar a su madre mencionarlos. Hete aquí que ahora caigo en el recurso una y otra vez. Ando rescatando virtudes de hijas ajenas que después vuelco sobre ella a modo de modelo a seguir. La peor de las estrategias in the world. Me termina odiando a mí, a Fulanita, Menganita y a todos los que se le crucen.
En fin. Uno se pasa la vida sufriendo las taras de su madre, para transformarse con los años, en una réplica de ella. Toda una ironía.

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